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lunes, 4 de noviembre de 2013

Un lugar muy singular

Estaba solo en el rincón del mundo, recorría tranquilamente un sendero que atravesaba el más hermoso pénsil, admiraba con gratitud las flores veraniegas que eran emblema de la perfección. Oía una sublime melodía que cautivaba mi selecta alma, legiones de bosques efectuaban la más regia sinfonía de la naturaleza, el azul del cielo era tan puro y noble que el mar le idolatraba apasionadamente día y noche.

Mi apetencia crecía con el transcurrir del tiempo, quería sentir el éxtasis de este paraje; un aroma excitó  mi atención, di media vuelta y vi el sol irradiar un iridiscente camino hacia un lecho de pétalos de rosa, la curiosidad me cautivó y fui en pos de ella. Me sorprendí al ver que el lecho anidaba un hermoso ángel, sus alas y vestido eran de una albura sublime, sus labios se asemejaban al vuelo de un ave en el ocaso, su semblante era de una belleza exacerbada; de repente abrió sus ojos y el paraje se deformo abruptamente, las flores se marchitaron al compás de la oscuridad súbita, junto a la infinidad del cielo, ambos desahuciados bebieron un matiz negro que les brindaba la incognoscible muerte. 

Quedé petrificado al ver este acaecer dantesco, todo el paraíso finó con su despertar, sus alas se extendieron abrazándome y su voz arrullaba mi alterada alma, la insospechada caricia de su aura mitigaba el inconmensurable horror que se aposentaba en mí; luego sentí una placidez envilecida por su presencia, se ensombreció mi consciencia y mi corazón. El orbe en el cual vivía, había mutado en un desierto nocturno, con millares de rosas muertas encepadas en la soledad; fijé mi atención precipitadamente al impúdico ángel, parecía estar satisfecho con su epifanía solemne, digna de un anochecer funesto y de un firmamento atiborrado de estrellas deprimidas.

Todo fue el preludio de un ósculo sacrílego, uno que enamoraría profunda y eternamente mi alma, que haría prosternar mi voluntad a la suya, que arrebujaría mi vivir con escabrosos deseos, que haría zozobrar mi pudibundo pensamiento frente al amor, y que erigiría en medio de la calígine un imponente empíreo lúgubre.
Mi fin era ineluctable, nuestro idilio lúbrico y pagano asfaltaría mi existencia a las puertas del infierno, sin embargo, por más absurdo que se oyese, sería complacido por la beatitud de su oscuro ser y hechizado por la malicia de sus palabras, al fin moriría feliz en brazos de mi ideal. El paraíso que holló mi juventud  con su bello pénsil, había degenerado en un desierto perpetuo, inundado de silencios y de pétalos negros.